Mi vida entre libros (o San Jorge y el Dragón)

23 de abril. Día de Sant Jordi, o día del libro, según se mire. Cómo echo de menos esa tradición tan bonita de regalar libros y rosas en un día como hoy. Desde que tengo conocimiento me gusta la lectura, creo que mi vida sin ella no solo hubiese sido horrible, sino más triste de lo que ha sido en muchas ocasiones; y es que encuentro en el placer relajante de las palabras escritas por otros una válvula de escape a los golpes de realidad.
Mi primer recuerdo es el de mis padres enseñándome a leer cuando era muy pequeña. Con tres años no solo sabía las letras, sino que era capaz de unirlas para formar palabras que me daban información de los dibujos. Mi padre solía leer tebeos conmigo en la cama, yo acurrucada junto a él hasta que uno de los dos se dormía, y reíamos con las historias de Mortadelo y Filemón, Carpanta, Zipi y Zape, y tantos otros… Mi madre me abrió el mundo de los cuentos con Perrault, los hermanos Grimm, Andersen… Cuando tenía siete años me regalaron un libro de este último, una recopilación de cuentos maravillosa que he conservado hasta ahora; hoy en día dentro de una caja, esperando a que algún día pueda volver a desempolvarlo. Creo que es lo que más me duele de haber dejado mi casa, mi país: no haber podido traer los cientos de libros acumulados por los años, que me han hecho compañía y que influyeron en mi vida, hasta tal punto, que puedo recordar cuando fue la primera vez que leí cada uno de ellos.
Mi bisabuela, cuando íbamos a su casa en Zaragoza, siempre estaba sentada en su butacón: su bata-vestido negro perlado de pequeñas flores blancas, su pelo corto y gris, con las gafas en la punta de la nariz, pegada a un libro. Gustaba de leer sobre todo novela negra, y novela romántica: desde los clásicos hasta las famosas novelas rosas de Eleanor Burford y nuestra nacional Corín Tellado, que hicieron que la vida de muchas mujeres de nuestra posguerra fuera menos triste y solitaria. A Mami (así la llamábamos todos, aunque su nombre era Joaquina), a la muerte de su esposo durante la guerra, debemos añadirle una hija enferma que pasó años postrada en una cama, a la que siempre llevaba libros para entretenerla en las largas horas oscuras de su alcoba, y a la que leía cuando estaba tan enferma que no podía hacerlo por sí misma. Tal era la pasión de Mami por la lectura, que falleció leyendo en su viejo sillón con un libro entre las manos. No se me ocurre una muerte mejor.
Mi abuelo, su hijo, no era menos. Esa pasión por la lectura que su madre tenía, nos la transmitió a algunos de sus hijos y sus nietos, único legado que dejó al morir del que pueda enorgullecerse, y del que me enorgullezco. Las tardes que pasaba en casa de mis abuelos, si mis primos no venían, las pasaba leyendo. Miles de veces llegó mi abuelo del trabajo y me quitaba de las manos mi libro favorito de su biblioteca, y es que no era libro «para niños, ni mucho menos para señoritas», ya tendría tiempo de leerlo cuando fuese adulta. Pero claro, yo no tenía más de ocho años, y era consciente de que la adultez me tardaría en llegar; y aquel libro estaba compuesto de historias fascinantes en las que había adulterio, decapitaciones, aventuras, lámparas maravillosas, alfombras que volaban y una concubina llamada Sherezade luchando por su vida mediante sus relatos. ¿Quién puede culparme por haber encontrado de nuevo el libro cuando lo escondieron, y releerlo cuando mis abuelos no miraban? Cuando mi abuela murió, fue lo único que me llevé de su casa. Hoy en día, Las mil y una noches hacen compañía a Andersen en la misma caja.
Mis padres, siempre me apoyaron en mis estudios, en mis juegos inventados y en la compra de libros. No es que mi infancia fuera perfecta y maravillosa, más bien fue triste: era una de esas niñas retraídas y tímidas, sin apenas amigas, acosada en el colegio y marcada por las continuas disputas, cada vez más frecuentes, entre las dos personas que más amaba. Una niña que vivía en una pequeña ciudad de provincias en la que sentía que se ahogaba, porque era diferente a otros niños. Pero en medio de todo hubo grandes momentos, que guardo en mi memoria como si hubiesen sucedido esta misma mañana. Uno de ellos, el único que voy a compartir, es que esperaba los viernes con ilusión. Íbamos a hacer la compra los tres juntos al centro comercial (mi hermana no había nacido aún), y como me ponía muy pesada me dejaban en la sección de libros, que a mí me parecía inmensa, donde leía cuentos cortos con avidez, y de la que salía casi siempre con algún libro, cuando no con dos. La cosa llegó a tal punto, que mis padres se pusieron un día muy serios conmigo y me lo dejaron claro: «se acabó el comprar un sólo libro más, que esto no es el Banco de España». Al día siguiente fuimos a la biblioteca más cercana a mi casa, donde pasaría encerrada muchas horas hasta cumplir los doce años. Me dejaban ir allí todos los viernes, algún día extra si tenía deberes en los que necesitara investigar algo, y me recogían a la hora de cierre. Así fue como intimé con la bibliotecaria, con la que pasé horas y horas hablando sobre libros, leyéndolos, recomendándonos cosas, y merendando. Es curioso, y vergonzoso, lo fácil que es olvidar los nombres de quienes te han marcado tanto en una época de tu vida. Desde aquí, y esté donde esté, le doy las gracias.
Fue en aquella pequeña biblioteca donde pasé los momentos más emocionantes de la época más triste de mi infancia. Mientras mis padres no hacían más que discutir y alejarse irremisiblemente el uno del otro, a pesar de que mi hermana ya estaba en camino, descubrí a Los Cinco, a Los tres investigadores, a Sherlock Holmes. Cuando mi madre y mi hermana fueron a vivir a otra casa, me encontré con Frankenstein, con Drácula y con Henry James. Cuando mi padre comenzó una nueva relación y decidí marcharme con mi madre, Poe, Maupassant y Wilde se mudaron conmigo.
Muchos han sido los libros y escritores que me han acompañado en este viaje desde entonces, que me han sumergido en nuevos y viejos mundos, que me han hecho reír, llorar, maldecir, gritar e incluso volar. Y a todos y cada uno de ellos podría situarlos en un momento o época de mi vida, aunque ahora mismo, y muy a mi pesar, todos estén recogiendo polvo en una caja.
Gracias mamá, por esa maravillosa Kindle que me metiste en el bolso antes de marchar. Gracias a ella, igual que San Jorge, sigo matando mis propios dragones.