La errata y la cruda realidad

Ahí está. Te mira con lascivia, se muestra sin pudor, espléndida, magnífica, irritante. Hace un momento abrías, alegre, esa caja de libros —tus libros— que esperabas con anhelo. Ese texto que tantas penurias te ha causado, y que ya te sabes de memoria de tanto revisarlo, por fin estaba listo para salir a la luz y conocer mundo. Has arrancado la cinta casi con violencia para rescatar a tu retoño. Lo has mirado extasiado, rozado su cubierta con la punta de los dedos y tus ojos se han humedecido (en todos los sentidos que le quieras dar) ante tanta belleza. Y lo has abierto. No sabes por qué. Una página de tantas, escogida al azar. Solo aspirabas a tener un orgasmo estético con su maquetación, con su olor a nuevo, con el tacto suave del papel. Y tus ojos se han fijado en una sola palabra. La palabra. La de la errata.
Piensas en todas esas personas que ya han encargado tu novela (aunque solo sean dos y una sea tu madre), en los que han hecho la precompra en Amazon (tu prima la del pueblo), en los tomos que se enviarán directamente desde la imprenta (a tus compañeras de natación). Se te acelera el corazón y comienzan los sudores, la migraña, las náuseas. La aorta te va a estallar.

Y te preguntas:
¿Cómo… es… posible?
Has revisado el texto personalmente. Y tu madre y tus amigos. Hasta te has dejado la pasta, toda, (la que tenías en el banco y la que pensabas cocinar para comer a final de mes) en contratar una corrección profesional. Se te pasa el susto. Ya lo tienes. Sabes a quién culpar. La correctora. Esa hija de la RAE y de los manuales de Sousa. Tan pérfida y malvada que no se fía ni de la Fundéu y que jura haber leído tu texto varias veces. Sacas una foto con el móvil y se la mandas sin texto explicativo, lo que para el ego de correctora equivale, más a o menos, a decirle que ha hecho una mierda de trabajo. Y ella, con mucha educación, te contesta:

Bien, dejémonos de tonterías. Lo más probable es que, aunque piense eso, pase una de estas dos cosas:
- Que busque el archivo que guarda en la caja fuerte (y del que mandó copia a su abogado por triplicado), compruebe que la errata se ha introducido en algún otro punto del proceso para el que no has contado con ella, y te lo diga antes de volver a su pedestal (porque, como tú, florecilla, tiene su ego).
- Que revise ese archivo, vea que la errata se le ha escapado y descubra que es humana. Aquí puede llorar o puede reír (mientras llora por dentro), y te dé la bienvenida al mundo editorial: «Tienes tu libro. Con una errata. Ya puedes considerarte escritor profesional, porque todo el mundo sabe que #niunlibrosinsuerrata». Lo que no te dice es que luego revisará todo el texto por si acaso y estará dos meses a base de benzodiacepinas preguntándose por qué demonios escogió este oficio, con lo bonito que debe ser el trabajo de paseadora de perros. Incluso cuando llueve. O cuando llueve y hace frío. Y aunque el perro te odie.
La errata. Ese monstruo silencioso
Te preguntarás a qué viene todo este rollo. Porque sabes que me río mucho, pero siempre intento contarte algo útil o que te sirva para conocer un poco más el trabajo de las correctoras. Lo cierto es que la culpa de este artículo la tiene una pregunta que alguien lanzó hace poco en uno de los grupos de Facebook en los que habito. La persona en cuestión planteaba cuántas erratas eran normales en un texto. Hay quien se atrevió a decir que ninguna. Y las correctoras nos atragantamos con el café y el ataque de risa que nos dio. «Ninguna. Ilusos». Así que, como siempre que hacen este tipo de preguntas, montamos un buen aquelarre y explicamos nuestro punto de vista.
Veréis, a mí me encantaría que el texto no tuviese ni una errata. Ni usa una sola. Pero soy humana. Y aún así, lo hago mejor que el revisor de Word y los programas que pululan por la red, porque puedo apreciar matices que esos programas no captan. Y creo que hablo en nombre de todas las compañeras de profesión.
Si en algo coincidimos todas, es que es raro que no se haya escapado nada en un texto. Añado que en la palabra «errata» incluimos faltas de ortografía, errores de sintaxis, gramática, morfología, de tecleo… Incluso, si se ha acordado con el cliente revisar los datos del texto, alguna fecha mal puesta, un pie de página que no corresponde… Digamos que lo englobamos todo. Consideramos que si, por ejemplo, el autor no pone ni un solo acento y al corrector se le escapa uno o dos (y no son en el mismo vocablo, tiempo, etc.) es una errata. Porque lo cierto es que os encontráis con el error, pero no sabéis todo lo que hemos limpiado en el texto.
Y aquí, florecilla mía, tú tienes mucho que ver en la perfección de nuestro trabajo. No es lo mismo corregir un texto limpio, que uno en el que ya encontramos tres faltas, un gerundio de posteridad, un pleonasmo, dos vocablos repetidos y un problema de sintaxis en tres líneas. Y te juro que nos llegan textos así. Que no te los mostremos, es por cuestiones de ética profesional y confidencialidad con el cliente. Por suerte para ti, mis clientes son muy majos y alguien me ha dado permiso para que te enseñe esto:

P. D: Gracias, florecilla, por permitirme usar tu texto.
Por supuesto, en que se escapen más o menos erratas influyen también otros factores como la experiencia de la correctora (y su afán formativo), los tiempos de entrega (a menos tiempo, más prisas. Y las prisas son malas consejeras…), el tipo de texto (es más fácil que se escape algo, por ejemplo, en un texto con notaciones científicas, pies de imágenes, notas y bibliografías interminables) o la dificultad (no es lo mismo un texto dirigido al gran público que otro dirigido a una comunidad experta en su materia).
¿Cuántas erratas son admisibles en un texto?
Que haya erratas, como te decía, no es lo ideal, pero sí lo habitual. Nos contaba nuestra compañera Marian Ruiz (que lleva en esto más años de lo que es educado comentar) que, según los parámetros, lo ideal (enfatizo: IDEAL) es una errata cada 500 000 matrices (es decir, caracteres con espacios). Para esta «hazaña» son necesarias al menos dos correctoras y tiempo. Pues bien, nadie contrata dos correctoras. O muy pocos pueden permitirse el hacerlo. Y los tiempos que da el cliente suelen ser bastante ajustados. Me río yo del IDEAL.
Pero lo IDEAL (de nuevo con mayúsculas, sí), no es lo mismo que lo admisible. Es una utopía tras la que correteamos todas las correctoras.
Muchas compañeras contaron maravillosos casos en el que los textos se revisaron varias veces, incluso por profesionales distintos. Y aun así, apareció la maldita errata, mancha indeleble, más esplendorosa que nunca: en la portada o la contraportada, en el lomo, en el nombre del autor o en el mismísimo título. Porque la errata es así, una superviviente.
Os voy a contar algo que no debería. En serio. Sé de más de un señoro (y alguna señora) que me arrancará la yugular por decir esto, me tirará a los cerdos, clamará al cielo como clama mi perro cada vez que ve un salchichón, y pondrá en pie de guerra los pasillos de UniCo, la RAE y el Ministerio de Cultura si hace falta para que me quiten el carné de correctora del epitafio. Vamos, que os voy a dar mi opinión personal e intransferible sobre lo que considero admisible en lo que a erratas se refiere. Admisible. Que no IDEAL (añadid música de arpa a esas mayúsculas).
Con esto no pretendo crear polémica (que estoy segura de que se generará con lo que voy a decir). Mi intención es hablar de un tema tabú entre correctoras, de acabar con la censura, muchas veces impuesta por el miedo a dañar nuestra imagen profesional. Porque parece que nos han parido divinas, con un manual de gramática en la mano y el María Moliner en la otra. Pero lo cierto es que todas la cagamos en algún momento, y nuestra mierda apesta como la del resto de los mortales.
Pongamos que un texto está muy sucio y la correctora tiene poca experiencia. En este caso voy a ser benévola y decir que una errata cada 30 páginas entraría dentro de lo normal en textos de más de 250 (fuente Times New Roman de 12 puntos, doble espaciado y márgenes preestablecidos). Son muchas. Sí. Estamos de acuerdo. Y es que lo normal es lo que nos encontramos habitualmente, no lo ideal, ni lo que nos gustaría a nosotras y a vosotras/os. Si el texto está más o menos limpio, eso sería inadmisible (a menos que la correctora lleve un par de meses, que oye, aunque algunos creen que sí, a este oficio no se llega de marisabidilla. Eso viene con el tiempo… y, como la madurez, no le llega a todo el mundo).
Una correctora con experiencia y un texto que dé un poco de lastimica (el 70 %, vamos; incluso el 95 % en escritores noveles) no debería tener más de una errata cada 50. En caso de textos limpios, cada 100 páginas sería lo admisible, que no lo ideal, repito.
En textos cortos, sencillamente, no debería quedar ninguna. Otra cosa son las cuestiones de estilo. Ahí no entro ya que, aunque hay una serie de parámetros para distinguir un estilo limpio o conseguir mejor ritmo, y bla, bla, bla…, lo cierto es que dependerá de la correctora que contrates. Por ejemplo, yo soy muy maniática con las rimas internas y los adverbios acabados en -mente, pero hay a quien apenas le molestan. Otras se tiran de los pelos si se encuentran más de un gerundio en tres páginas (¡Hola, Meritxell!), o un presente histórico, aunque esté permitido y justificado de un modo sutil (pobre Silvia, casi la maté en uno de mis relatos). A lo que me refiero es que hay cuestiones de estilo que, aunque son claros, se adaptan al autor porque… pues porque forma parte de su estilo. Y ya está. Pero la normativa ortotipográfica es normativa, y listo.
También me he encontrado al listillo que marca como erratas cuestiones que no lo son realmente. La primera novela que corregí fue Héroes de cajón, de Piper Valca, autor colombiano. Nos conocimos cuando yo empezaba en el mundo de la corrección porque alguien puso a caldo uno de sus relatos y el pobre se quedó muy preocupado pensando que, en vez de a contar historias, igual debía dedicar su tiempo libre a, yo qué sé, recoger yuca. Así que me ofrecí voluntaria para echarle un vistazo y practicar. Si aquel listillo hubiese sabido algo de normativa, en lugar de tocarle la moral a Piper diciéndole que su relato estaba mal escrito, lleno de faltas y errores gramaticales, hubiera consultado el Diccionario panhispánico de dudas y el Diccionario de americanismos. Y allí habría descubierto que la mayoría de esos errores estaban admitidos para el área americana. Por suerte, Piper no dejó de escribir y nos ha regalado textos muy divertidos.
Lo que no es admisible (y aquí también me mojo mucho, porque espero que más de uno/a se dé por aludido/a) es que un texto, por muy sucio que esté, termine con una errata por página. O cada diez, me da igual. En los dos últimos meses me he encontrado al menos a cuatro autores noveles atrapados en la pesadilla de un trabajo de corrección mal hecho. Nos da mala fama a las correctoras en general y abarata nuestros precios o alarga nuestras pruebas de corrección a los clientes (que nos llevan mucho tiempo y nadie paga) para demostrar una profesionalidad de la que algunos/as no hacen gala.
Somos humanas, sí. Pero debemos aspirar a ser divinas para que nuestro trabajo se acerque a esa quimera de cero erratas.
L. M. Mateo

Imagen de Jills en Pixabay
La cruda realidad: la errata es nuestra mejor amiga
Sí, la tuya y la mía. Para qué engañarnos. Dicen que todos los oficios tienen sus gajes. En el mundo de escritores y correctores, la errata es nuestra némesis. Anécdotas hay cientos: libros de lingüística revisados cien veces con una errata en el título; novelas tan corregidas que están limpias… excepto por la errata que hay en el lomo… Y si no me crees a mí, que soy una doña nadie de las letras, aquí te dejo este artículo de Pérez Reverte, que sé que te cae gordo, pero, a veces, por mucho que te moleste, tiene razón. Y es que la errata es como la muerte: da clases de humildad sin hacer distinciones.
P. D.: Las palabras que encuentras tachadas son erratas que se me han escapado durante la redacción de este artículo (que he revisado cinco veces antes de publicar) y que me han comunicado. Lo que demuestra que no soy divina y que es imposible corregirse a una misma.
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Y un dato interesante, algunas de las ediciones de las obras más valoradas por los coleccionistas privados de la literatura mundial, no digo universal porque vete a saber si escriben en alguno de los planetas que gravitan alrededor de Vega, se distinguen por las erratas que arrastran desde su publicación. Una primera edición es más valiosa que una segunda, pero contiene muchas más erratas. Eso no quita que descubrir una es un momento frustrante, pero el humano es un ser que busca la perfección, y no debemos olvidar que la perfección no existe. Lo que hoy está bien, mañana no tanto, pues se habrán cambiado normas o sensibilidades que afectan a lo que define ese nivel de excelencia o divinidad. Y yo también he visto a mis niños llenos de correcciones por L. M. Mateo como el expuesto en el ejemplo.
Buen artículo. Y como no podía faltar, con su errata. 🙂
Y, hablando de puyas, lo es si metafórica que, si literal, ha de escribirse “pulla”. Jaja. Buenas noches.
Casi al comienzo, la frase “con lo bonito que debe ser el trabajo de paseadora de perros”, debiera decir “con lo bonito que debe de ser el trabajo de paseadora de perros”. Perdona la puya pero es que acabo de ver una errata en la contraportada de un libro mío y estoy que trino. Magnífico artículo. Y muy divertido.
Siento decepcionarte, Félix, pero el «de» no es obligatorio. Sí, tu gozo en un pozo, lo sé. Te dejo aquí la norma. 😉
Apartado 2.b
Un abrazo.
Me reía y lloraba mientras leía el artículo. Qué certero.
Me has inspirado. A partir de ahora abandonaré el título de correctora y adoptaré el de “cazadora de quimeras”.
¡Un abrazo!
Uys, la idea que me acabas de dar…
Cuenta, cuenta, ¡no me dejes con la intriga!
Me ha encantado este post, en mi carrera (Publicidad y RRPP) no es la primera vez que envío un trabajo en el que las “erratas” restan puntos y los he llegado a revisar como cuatro (o más) veces y después de imprimirlo y releerlo (es un fetiche que tengo, adoro leer mis trabajos una vez pasados a papel) AHÍ ESTABA. La dichosa errata. En un trabajo de diseño gráfico, restaba la mitad de la nota el tener un error (5 puntos de 10), lo debí revisar doscientas veces, pasárselo a amigos y que lo viera mi madre. Y NADIE VIO EL DICHOSO DEDAZO. Así que incluso fuera del ámbito de la escritura, soy capaz de entender esta frustración, es terrible.
Ese fetiche de imprimir lo que escribes y revisarlo lo tenemos muchos. No sé por qué, pero el cerebro percibe mejor los errores sobre el papel.
Un abrazo.
Debería haber más artículos así. Entre los escribidores que pagan a correctores para discutir todo y no aceptar cambios, y los que creen que la perfección existe y tiene forma de correctora, estamos apañados.
Hace tiempo, yo también creía que un texto no debería tener errores si pasaba por las sabias manos de un corrector. Hoy en día, gracias a artículos como el tuyo y a ese grupo de Facebook que comentas, no sólo sé que la imperfección es normalidad, sino que yo también practico con textos de amigos para jugar a que soy correctora.
Uys, calla. Si es que hay quien cree que corregir es saber distinguir entre «ay», «hay» y «ahí»… Menos mal que también están los que aprecian lo que de verdad hacemos, y lo compensan todo.
¡Muy buen artículo! Me ha gustado mucho.
Y hablando de erratas… En el pie de foto de la mala malísima de la correctora escribes: «Correctora avalada por la RAE, Sousa, Fundéu, Único…». ¿No sería «UniCo»? 🙂
Ya sabemos que en casa del herrero… 😀
Te juro por mi madre que lo que revisé tres veces (más abajo sale correctamente escrito). Venga, llevamos dos. XD